Es el tema de moda, el que usan los opinólogos en las tertulias para que la rueda siga girando, aun en el páramo de noticias que suele ser el verano. Y, para amenizar más el teatrillo, no podía faltar el espectáculo de políticos de diverso signo atizándose por algo de lo que todos son culpables.
Está claro que hay cosas que han cambiado, sobre todo en los entornos más rurales. Es cierto que el campo se ha abandonado, y que eso lleva a que los espacios naturales no luzcan limpios de sustancias que puedan provocar un incendio. Cada vez hay menos rebaños que coman hierba y despejen espacios que puedan hacer de cortafuegos. Y que las temperaturas, de forma registrada, son cada vez algunas décimas de grado más altas que el año anterior. Esto creo que lo tenemos todos claro.
Pero siempre hay algo que hace a cada temporada distinta, que te interpela y te saca del tedio de la regularidad. Generalmente no en el hecho físico del fuego, sino en las consecuencias en las personas. Cuando escribo esto ya van tres fallecidos a causa de los incendios, uno de ellos, Mircea Spiridion, por jugarse el tipo ayudando a rescatar los caballos de un picadero, parece que propiedad de un amigo que le pidió ayuda.
Pese a ser terrible, la imagen que más me ha impactado en estos últimos tres días es la de una mujer, una señora ya mayor de un pueblo del paraje de las Médulas. La estaban entrevistando mientras esperaba en un cochecito, tras perder su casa y absolutamente desolada.
Lloraba a más no poder cuando miraba las cenizas humeantes de su casa.
—¡Todo, lo he perdido todo! ¡Ya no tengo nada!
Debía tener unos ochenta años.
Tras una pausa, volvía a llorar con más fuerza:
—¡Y no vino nadie a ayudar! ¡Estaba sola! ¡Sola!
Y no pude evitar que se me partiera el alma. No por la pérdida de todas las cosas de una vida, que de una forma u otra se vería arreglada o compensada, aunque nadie vaya a poder suplir los recuerdos quemados, las fotos, los libros… Lo que realmente me dejó dolorido fue el lamento al verse tan cerca de una situación de peligro mortal y no recibir ningún tipo de ayuda. Debe ser terrible darte cuenta de que en esas circunstancias estás solo, rodeado de llamas. Y me imagino las preguntas que te surgen ahí:
¿Y nadie se va a enterar de que me he muerto? ¿Y aquí se termina todo? ¿Me dolerá?
Después, al ser rescatada, el derrumbe. Y la queja más primaria no sólo por la pérdida de lo material, sino por la soledad tan extrema a la que te has visto sometida.
Y es en ese vacío absoluto donde el alma busca un lugar para sostenerse.
Cuando se está en esa planicie infinita, un punto en un lugar desde el que sólo se ven horizontes, sólo queda el replegarse o lanzarse hacia arriba, como un rayo de conciencia pura que, cuando todo lo demás está perdido, se convierte en un cohete pirotécnico que al estallar abraza el universo.